Himno nacional en el deporte y el miedo a legislar

Fútbol

Hace pocos días, un medio de comunicación nacional me hacía una entrevista, con ocasión del Europeo de Fútbol, acerca del comportamiento que tanto el público como los jugadores debían observar a la hora de interpretarse los himnos nacionales antes de iniciarse la contienda. Se interesaban acerca de una posible normativa al respecto o costumbre sobre la cuestión. Parece que a raíz de la polémica de los pitidos en la final de la Copa del Rey entre el Barcelona y el Atlético de Bilbao, los periodistas se han interesado por la cuestión. El propio Ministro de Asuntos Exteriores al día siguiente del encuentro hacía referencia al tema. José Manuel García Margallo, manifestaba, y así lo recogía la agencia EFE,  que acciones como éstas no se podían considerar “libertad de expresión” y que, por el contrario, “debilitaba la identidad nacional” y  “perjudicaba no sólo a los intereses de la nación, sino de todos los españoles”.

Hemos de situarnos en dos contextos diferentes: el español y el internacional. Analicemos en primer lugar la cuestión doméstica. El Real Decreto 1560/1997, de 10 de octubre, por el que se regula el Himno Nacional, no establece en renglón alguno en qué actitud ha de mantenerse el público civil cuando se interpreta, limitándose en su artículo 4 a señalar que “la actitud de respeto al himno nacional de los asistentes a los actos en los que sea interpretado se expresará, en el caso del personal uniformado de las Fuerzas Armadas y de las Fuerzas de Seguridad, efectuando el saludo reglamentario”. De esta única referencia al tema objeto de análisis deducimos dos cosas: que durante la interpretación de este símbolo nacional hay que mantener una actitud de respeto, que para el personal civil no se matiza (en el borrador de esta norma en su momento había propuestas que no se tomaron en consideración), y sí se especifica para los militares. Evidentemente silbar al Himno no es precisamente una actitud de respeto. Para el que suscribe, tema zanjado, pues evidentemente lo que exhibieron miles de aficionados en el estadio Vicente Calderón no es precisamente respeto. Que cada uno interprete, a falta de definición legal, cómo se debe expresar en nuestro país el respeto, pues tampoco tenemos costumbres civiles que nos ayuden.
La cosa es complicada, porque si en lugar de una sonora pitada, hubiera ocurrido que todo el estadio cantase festivamente la inexistente letra, tal y como lo hacemos los españoles (“chinta,chinta, tariraro…), habría que valorar si tal acción es respetuosa. El diccionario de la Real Academia Española, como ocurre en otras cuestiones protocolarias, tampoco nos ayuda a saber exactamente qué es respeto en este ámbito. De las ocho acepciones que tiene, la más próxima define el término como “Miramiento, consideración, deferencia”. Está claro que ninguna de ellas puede acoger ni a los silbidos, ni al colectivo cachondeo con la letrita. Evidentemente, silbar lleva implícita una manifestación ostentosa de rechazo, luego por tanto no hay consideración, ni deferencia. Cuando se canta, al menos no debería hablarse de falta de consideración, pues hay una intención buena de expresar la identificación de unos aficionados con el símbolo, que en el caso español es más difícil precisamente por la falta de letra.
En las pugnas internacionales, cada afición anima o festeja a su equipo o a su representante desde el inicio o se lo agradece tras la victoria -caso de otras competiciones donde se hace uso del himno tras la entrega del trofeo, como los Juegos Olímpicos- y hacer gritar sus gargantas al son del símbolo musical es una forma de expresar el apoyo a quien representa a su país. Los españoles, por contra, debemos recurrir al ingenio recurrente de hacernos oír de cualquier forma para no ser menos y que nuestros deportistas sepan que ahí estamos. Mientras no se subsane esto, al menos a mí no me parece mal -salvo que algunos recurran a letras no democráticas, o a palabras fuera de lugar-. El “chinta, chinta…”, al menos no tiene traducción, ni intencionalidad política.
Este tema vuelve a poner de manifiesto el miedo que los gobiernos democráticos de nuestro país tienen a enfrentarse a normativas protocolarias. Parece que poner remedio a determinadas deficiencias es que como abrir la caja de pandora y generar conflictos con los partidos o las comunidades. Se prefiere dejar las cosas como están, que si alguna vez se silba se aguanta el chaparrón, y si se canta bendito sea Dios. Lo mismo ocurre con la no aplicación de la normativa de la bandera, al mal uso del escudo,  la actualización de las precedencias,  la puesta del día de la ya insultante y desfasada normativa del derecho premial, o la limitación de la presencia de las Fuerzas Armadas en determinados actos solemnes civiles. Dejar correr es la frase habitual cuando se saca el tema a responsables en esta materia. Pues que corra, pero no enfrentarse a los problemas es sencillamente posponerlos, no resolverlos.
En el ámbito internacional, las federaciones deportivas no tienen definido el respeto -no ya para el público que es inviable, al menos en determinadas modalidades de gran seguimiento- sino para los deportistas a quienes sí se les podía exigir una actitud muy clara de consideración. Normalmente, ésta se produce, porque, salvo casos aislados, los deportistas sienten internamente la emoción de luchar por los colores de un país o de alcanzar la gloria en nombre del mismo. Sin embargo, en la entrevista que me hacían iban más allá y me preguntaban si escuchar el himno nacional los jugadores de fútbol agarrados por el hombro -como hicieron contra Italia- podría interpretarse como actitud de respeto. Seguramente habrá opiniones para todos los tipos, pero a mí personalmente me gusta esa actitud porque representa la unión de unos representantes deportivos bajo el símbolo de todos. Creo que eso sí es respeto, que potencia además la motivación, azuzada además por la intraducible letra que ponen los seguidores.
Obligar a que los jugadores lo escuchen firmes como soldados quizá pudiera ser opinión mayoritaria. Pero no es menos cierto, que el fútbol, como cualquier otro deporte, debe ser ante todo una fiesta que nos una, y ver a los jugadores entrelazados emociona y da sentido el himno. Pero es cuestión de opiniones. Lo que ya parece más fuera de lugar es que mientras se interprete algunos deportistas hagan sus últimos calentamientos o charlen con el de al lado o hagan gestos fuera de lugar.
El himno se interpreta para solemnizar actos oficiales que exigen una actitud de respeto, de silencio en el caso español, de consideración. Y también se utiliza para reafirmar la presencia de un colectivo que se identifica con su selección nacional, momentos en los que obviamente esa actitud silenciosa no tiene mucho sentido cuando quieres que tu himno se oiga y se note, como seguramente habrá ocurrido u ocurrirá cuando suene el del rival. Por ello, una buena letra tendría mucho sentido para estas ocasiones, aunque es cierto que es complejo encontrar un texto que no disguste a alguien. Así somos los españoles, ante los temores no toques las cosas. Y el himno de España sin letra, mientras las comunidades autónomas sin miedo alguno han fijado sus textos. Incoherencias de la vida.
Aprovechando este tema, hay que recordar que según el Real Decreto antes aludido, en su artículo 3, se habla de la versión breve del himno para “los actos deportivos o de cualquier otra naturaleza en los que haya una representación oficial de España”. La versión breve española está fijada en 27 segundos, tiempo muy insuficiente frente a la duración resumida de los himnos de otros países. Ello hace que sea difícil que en muchas competiciones internacionales, como está ocurriendo en el Europeo de fútbol, la duración del himno se prolongue al menos 45-50 segundos, para no quedar mermado en tiempo frente a los demás. Por ello, no estaría de más matizar en la normativa que en las competiciones nacionales donde se requiera la interpretación del símbolo sea la breve, y en las internacionales que se especifique que su duración vendrá determinada por las costumbres o las normativas señaladas por sus organizadores o por los máximos organismos rectores internacionales del Deporte, como el COI.