Maestra del silencio, tejedora del amor

Colegio Lafuente
La vieja Escuela de Barrio, Colegio Lafuente, en la que tuve la opoertunidad de impartir de la primera clase de mi vida, con apenas nueve años, sustituyendo a mi madre, la maestra, la “seño”.

 

(En homenaje a mi madre, Teresa Lafuente Sanz, maestra del barrio ovetense de Pumarín, persona que junto a mi padre siempre han confiado en mí y me han dado todo lo que hoy puedo ser. Como docente que soy, gracias maestra. Como hijo, gracias mamá. Hoy no tienes que apagar las velas por el que hubiera sido tu cumpleaños si este pasado domingo, 19 de enero, no hubieras decidido irte. Porque hoy queremos que sigan encendidas. Su luz pone voz al silencio y tus hijos reunidos en torno a la mesa disfrutarán hoy de tu presencia y la de nuestro padre, Ismael Fuente. No puedo acompañarles por este destierro madrileño. Pero hoy mi cabeza estará entorno a esa mesa de silencios y amor). 
 Mamá copia
 Teresa Lafuente, en una de sus últimas fotos ya con sus 93 años, en la boda de una nieta.
Con su parsimonia y paciencia que tuvo a bien llevar durante toda su vida, hilaba en la soledad de sus noventa años, en aquél frío salón de la calle de Manuel de Falla en Oviedo, su último acto de amor. Hacía memoria de aquellos enseres que en algún momento cada uno de sus diez hijos había mostrado interés. No recuerdo en qué momento dije que aquella vajilla, destinada a los momentos más solemnes de la casa paternal, me gustaría guardarla pues ella había sido muda testigo de momentos muy especiales y felices. Envuelta en su bata de andar por casa, pegada al radiador eléctrico de aquella gélida casa de renta antigua, tiraba de su bic y papeles reciclados para anotar de puño y letra cómo iba a distribuir el día que se fuera su “herencia” de utensilios que con tanto cariño y satisfacción iba a entregar a un notario como legado para sus hijos. Consumía así el tiempo, cada vez más impedida por sus frágiles piernas de cristal, renunciando al insuperable esfuerzo de subir y bajar dos pisos de aquél inmueble carente de ascensor. Su “sacrificio escalatorio” se reducía a su misa de las siete y media en la parroquia de San José de Pumarín, cita a la que no faltaría nunca salvo razones de fuerza mayor.
Tejía en silencio su última estrategia de amor y recompensa.
Cuántas horas de soledad física dedicada a ese afán maternal de dejar algo a sus hijos. Y qué mejor que lo que cada uno había dicho, posiblemente de forma insconsciente. Esa enciclopedia en la que recalaríamos los diez hermanos mientras estudiamos en edad temprana, esa colección de cucharas y dedales, vestigio de los viajes de toda la familia, ese Sagrado Corazón que presidió toda nuestra vida el salón de estar, esa fotografía de la Escuela “Lafuente” que le convertiría en maestra de barrio antes de que las escuelas públicas e instituciones socializaran sus puertas… Uno a uno anotaba el legado, seguro que hablando de ello en silencio con su inolvidable amor pasional de un marido que un desgastado corazón le arrebataría una veintena de años antes. Tampoco olvidaba esos dos hijos perdidos en su camino, que una inoportuna hélice de barco y un desplome cerebral le habían arrebatado antes de tiempo. Pero en la distribución de su “riqueza” no quiso olvidar a esos nietos huérfanos y nueras “apegadas” para quienes reservaba también su parte patrimonial.
Tejía en silencio su “autobligación” de dejar herencia. ¡Y qué mejor que aquello que había formado parte de nuestra historia y que hoy nos recuerdan la vida de doce personas en una casa de apenas ochenta metros cuadrados, en la vetusta ciudad del norte.
Tejía y tejía en silencio, mientras sus hijos, allá donde el destino quiso llevarles, hacían el ovillo de su vida.
Una desgraciada mañana de domingo, al despertarse del sueño nocturno, tras un ligero desayuno, imposibilitada ya de acudir a su cita religiosa de los domingos, se sentó al borde de la cama. Mirada perdida. Pero su rostro suave, fino y tierno, con esa mirada llena de ternura y condescendencia, y su frágil respiro, anunciaban el fin de su casi siglo. Hechos sus deberes para ella y sus hijos, decidió esperar sin prisa su ansiada Comunión católica que en los últimos domingos le hacían llegar a  casa. Nada presagiaba que aquella paciente espera no era más que el fiel reflejo de su vida: aguardaba su turno sin molestar en la cola de su cielo. Nunca quiso colarse, ni molestar, ni levantar la voz. Esperaba sencillamente su deseado e impaciente turno: el encuentro con su singular felicidad. Nada temía, porque sólo veía el rostro también de tierna y fija mirada de quien fue su leal compañero más de medio siglo.
Ahora no tejía, simplemente esperaba al borde su cama. Ni una palabra, ni un gesto. Solo silencio.
Llegó su festín religioso. Tomó entra la manos el pan de Dios, lo llevó a su boca, alzó la vista sin hablar, miró a su alrededor, giró sobre sí misma recostándose en su cama de 0,90, cerró los ojos y se fue sin molestar. Ni un quejido, ni un sonido. Unida a su Dios, cruzó el umbral de la vida, tomó la recuperada mano del hombre que la mantuvo locamente enamorada toda su vida… Se fue para quedarse. Libre de cargas, con las tareas hechas, habiendo dado todo hasta el último momento de su vida, decidió que ese era el momento.
Dejó de tejer. Su gran prenda de la vida estaba hecha. Sólo se oía el silencio; cómo sonaba ese silencio. ¡Cuánto silencio! Se fue, sin hacer ruido. Como siempre, sin molestar.
Días después los hijos, entorno a esa misma mesa circular, con el Sagrado Corazón de Jesús sobre la pared de ese frío y angosto salón, que ahora parece imposible de albergar espacio para la comida diaria de doce personas, sus hijos descubrían su tejido. Un papel notarial donde detallaba para quién la enciclopedia, para quien la vajilla, para quien… A todos y cada uno, una toalla por ella elaborada, y el legado de su más difícil esfuerzo, ese que le llevaba a quitarse su caprichito para guardar un euro cada día para dejar a sus hijos los ahorros de su modestísima pensión.
En torno a aquella mesa circular, cubierta de un cristal que evitaba rayar la superficie de una mesa decorada con el tapete de siempre, Teresa Lafuente Sanz, lograba una vez más tener alrededor a sus ocho hijos en vida y sus dos nueras viudas. Recordaba los felices momentos que de pequeños pasábamos cada domingo, cuando a los postres y antes de la escapada vespertina de los domingos  su fiel esposo hacía diez montañitas de monedas –fruto de las ventas de periódicos y revistas del quiosco del barrio, llamado Teris (Teresa e Ismael), de esa misma mañana- y entregaba a cada uno su paga semanal. Desde la peseta del más pequeño hasta los dos duros del mayor.
Ambos, desde su ilocalizable mirador de excepción, sonreían al vernos en torno a aquella mesa, vestidos aún de tonos oscuros, informando a cada uno de su montecito de duros, su toalla y el ensere que le correspondía. Así lo había querido. Un acto de incrédulo silencio, sumidos en el mismo tejido de amor que durante años cosió en infinita paciencia. No corrimos al cine después, ni a consumir nuestra “paga dominical”. Sólo silencio, una vez más. Cada uno con su toalla sobre el brazo pensaba seguramente en todo lo que se había vivido en esa santa casa, junto a esos padres que en la difícil pobreza fueron capaces de sacar adelante diez retoños. En esas circunstancias, llegar casi a los 94 es milagroso.
Tanto amor había alrededor de esa mesa, que las lágrimas se secaban antes de emanar. Tanto cariño e ilusión había en ese juego final de la vida que solo se podía responder con otro sonoro silencio. ¡Qué se puede decir!
Pasaba por la cabeza de sus hijos tantos recuerdos. Esa Escuela Lafuente de barrio, en la que con apenas nueve años pudimos prematuramente convertirnos en “maestros” de nuestros propios compañeros de clase, cada vez que una enfermedad, un problema o una gestión obligaba a la profesora titular a ausentarse del aula (a apenas cincuenta metros de la casa), más tarde pescadería y hoy una cafetería.
Llenos de amor, salimos de aquella gélida casa de renta antigua, caminamos por delante de esa cafetería a la que al mirar solo veías viejos pupitres de madera pintarrajeados de mil colores y a una maestra, la “seño”, vestida con su bata gris con rayas a cuadros negro. Ni el vocerío de los entusiastas clientes del bar, sumidos en un partido de fútbol irrelevante, se imponían al silencio. Mirada perdida, porque todo alrededor estaba envuelto en un vestido tejido cada día por una sencilla maestra de barrio que quiso enseñar antetodo sencillez, humildad y ausencia de ruido. Practicó hasta el final con el ejemplo, y nos metió aquella tarde/noche tras su funeral en el tejido de su vida.
Ya no teje Teresa en la soledad de la fría casa.  Pero tampoco pasamos frío. Se fue sin hacer ruido, pero nos dejó como gran legado su enorme silencio. Ese que habla sin parar, que te une, que te envuelve, que te acerca, que te ensordece. En esa tortura de nuestros mayores de querer dejar algo para los hijos, heredamos el fruto de su tejido: su amor.
Gracias mamá. Hoy, 22 de febrero, día en el que cumplirías 94 años, solo quiero darte mi silencioso sentimiento que, entre lágrimas secadas con tu toalla, he podido tejer en esta fría mañana madrileña, en la que no he sentido frío. Solo el calor que asomado a mi balcón me mandabas desde ese inexistente cielo por el que has sabido esperar con sutil paciencia toda una vida. Te imagino de la mano de papá paseando por ese mundo que soñasteis y que nunca quisisteis explicar, porque era y sigue siendo vuestro mejor secreto. No lo contéis. Que siga el silencio. Feliz cumpleaños.
Nota: es probable que haya erratas, repeticiones, fallos, pero no he querido revisar lo que sencillamente ha salido del corazón.